EFERVESCENCIA BOREAL

Tú saliste una vez de tu casa gritando que la tarde estaba verde. Cuando llegaste a mí hablamos de la luz sobre la pared.

Luz minimalista en el amarillo despuntado que arremetía contra nosotros y el resto desde la hierba. Y hablaste mientras te miraba en cámara lenta con tu cabeza hacia un lado y tus hombros obscenamente descubiertos; dejaste relucir vellos rubios y minúsculos en tu cuello a contraluz, esternocleidomastoidéamente, perfectamente indiscretos, desmedidamente deseables. Hablaste y no importó lo que decías porque cuando soltaste el humo se movió tan lento y frágil como tu.

Como hacia frío decidiste privarme de mi contentura y te abrigaste quitándome la sonrojada vista de tus hombros desnudos, tu cuello eréctil y tu plasticidad tan de carne y hueso. Me dejaste solo con el humo somnoliento e incoherencias acerca de una tal Agatha Ruiz de la Prada.

Inmediatamente cerré las ventanas con una sonrisa falsa: tanta luz e inevitablemente, tuve que agregar esa a la lista de razones para odiarte profundamente.

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