ESTIRPE

Me hago viejo. Botas, y a machacar el umbral amistoso con vista al camino.

La ciudad esta tan desierta como siempre y evito caer en nacionalismos esta vez: hoy soy mi patria. Me he ocupado entero; desde el dedo meñique de mi mano izquierda hasta la camisa que me he esforzado en desteñir (previamente he comprobado las ventajas de la inercia, el magnetismo, la versatilidad de mi morada). He medido con precisión de perro echado los vapores de décadas de ocio dedicado. Hoy le haré justicia, por única vez, al receptáculo de sudor y ardores en el que puse mi casa hace algún tiempo.

Me doy vuelta en la ignición sobreponiéndome al desconcierto momentáneo. Pienso: en este momento debería sonar un teatro lleno de gente aplaudiendo, sin euforia pero con la gratitud que con la que se le aplaude a una orquesta que termina su canción más ensayada. El polvo toma posesión de dónde estuve y es así cómo caigo de bruces ante el señor Yo, descalzo, quitándole guisazos a las orillas del pantalón y con intenciones de aplastar almendras con una piedra grande.

Yo es la tercera persona. De niño fue joven y tuvo un mosquitero y una lamparita que tenia que apagar sacando la mano de su refugio de tul. Cuando tuvo su primera guitarra fue porque la encontró jugando a ser zapato viejo en el piso de un escaparate y le dio una cuerda de pescar como Sol y un estuche de ataúd, pero que bien hubiera servido también como mosquitero. Le dieron a Yo un beso con los labios bien apretados en la parte de abajo de un piano de cola, y él, aunque ya sabia en exceso de educación sexual, pidió otro.

De adulto, Yo fue adolescente, tuvo catorce y también estuvo muerto coloreando epitafios. Saltó desde el segundo piso y cayo de cuclillas solo para ver qué decía Murphy de eso. Le pareció que cada día equivalía a una ciudad y aprendió a vender brújulas que no servían de nada. Se puso nombre y se mutiló los brazos que le crecían en la cara y los dedos. Decidió que sería aprendiz de la ciencia de los baobabs y así lo hizo.

Hoy, con botas puestas, vuelto de lado y con aplausos encendidos lo veo y no hago más que pensar en lo que me dijiste antes.

Y río.

Y sin parar de reír digo en voz alta, como si pudieras oírme, que te equivocaste. No soy el único de mi tipo.

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