DISERCIONES POSTMODERNAS SOBRE PIGMALION

Se refugia en las paredes de su propio yo para ponerle prendas: un sombrerito tejido celeste sobre los cabellos largos y lacios, colorete en la cara, sombras en los ojos, besos en los labios indudablemente femeninos, una cadenita de plata que traza la linea entre la amante distinguida y la vulgar, la cuenca del tallo del cuello, dónde caben sus dedos y su lengua, el brassier desabrochado que revela los pezones erectos y prestos a la saliva, la redondez de su ser, la cintura desnuda con un ombligo descarado que se pasea por sus dedos, la blancura de sus pliegues, las piernas ensabanadas y la humedad de la ropa que olvidó.
El Pigmalión se enfrasca en sus dedos sobre la materia inerte y se acurruca en el huequito que construyó expresamente para él. Cierra las puertas y no pide a los dioses que le regalen otra realidad: Pigmalión sabe de sus desvíos.
Para él, para él, nada más que para él.
Y nadie entra nunca y él, sobre su tacto envejece y besa, besa como para que nazcan labios de sus besos y se mece solo y es feliz, de mentiras, pero feliz, que no importa pero que tampoco le suena hueco.

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