FICCION PURA

I

Fátima se levantó temprano y se perfumó mucho despues del baño. Debia obligarse a que fuera un gran día. Siempre fue de esas mujeres que despiertan con una cara grande y la sonrisa en las orejas, contrario de las expresiones de sabiduría popular. En esos día tristes del cielo triste y las gotas tristes sobre el zinc de su habitacion ella se levantaba y se bañaba y se perfumaba y se enfatimaba frente al espejo con sus pedacitos de tela bordados y su afán de verse no bonita, porque qué se le va a hacer si una no nació para bonita, pero por lo menos decente. Y así salía, como salio, con su falda larga de tela suave y el bolsito que le regaló el jefe de la tribu aquella en el monte que, desde entonces fue su compañero más fiel e inseparable, y su blusa liviana a buscarse la vida cantando o silvando o murmurando alguna cancion en los días más felices u obligándose a recitar una frase del libro de turno en los días de más modorra. En sí, y claro, porque no iba a ser en no, Fátima era una de esas muchachitas alegres, vivarachas que piensan que hacen bromas rápidas y tontas a propósito, porque déjenme nada más un día que yo responda como tengo que responder y no como la colegiala buena, bonita y barata que creen que soy y verán. Y paso a pasito caminaba hacia el trabajo, hacia la escuela, hacia la tienda, hacia el autobús con un conciencia autoimpuesta, voluptuosa, grave del día que iba creciendo sobre su cabeza como un angelote compasivo e impotente, de buenos sentimientos, de sanas intenciones, de manzanas frescas y lícitas. “Hoy va a ser un gran día” y salía como se sale a la guerra, como se sale al amor, como se sale al mundo y al gran día que la esperaba en la puerta con un ramillete de flores y con un traje blanco de principe blanco. Y bajaba, como bajó, los peldaños breves hasta la calle y ahí a andar.
En fin, era un gran día, asi lo vaticinó de nuevo y embriagada por su perfume caminó un poco hasta la puerta, bajó peldaños comenzando a tararear cualquier cosa, pero la detuvo el sobre en el umbral. “Hay Fátima, grosera, ni vas a ver quién te escribió?”. Esa falsa inocencia de quien se recrimina un descuido.
Volvió sobre sus pasos y lo vió: un sobre blanco con sellos y todo para Fátima, Fátimisma, Fatimésca, Fatimérrima, la misma que abría el sobre sin remitente con un apetito voráz. Y apenas alcanzó a ver las letras despedazó lo que quedaba de sobre y corrió hasta el final de la carta de cinco páginas para evaluar la firma.
“Roberto…”
Tuvo ganas de sentarse en la acera a leer, de correr de vuelta a su cuarto a telefonearle, de llamar al vecino y a todos sus hijos para decirle que el Misísimo Roberto Robertísimo, Robertésco, Robertérrimo, le había escrito después de tanto tiempo. “Ay Fátima, que boba te has puesto! Y qué le vas a decir por teléfono?” Si lo que quería de veras era abrazarle y decirle que qué gordo y feo se había puesto, que se alegraba de verle casi tanto como de que hubiera partido.
“Pero, y el tipo este por qué diablos me escribe despues de tanto tiempo de silencio?”. Revisó las cinco páginas que se le hacían más y más cortas en lo que más leía. Y despues un silencion mental. Una laguna con niebla en la que nadie ni nada emitio un sonido, un pensamiento, una chispa en su cabecita elucubrante. “Así que viene para acá”.
Entonces tuvo que salir más que nunca. Y se olvido de cantar pero se obligó a buscar una frase para repetírsela, tal vez cantársela mientras caminaba. Pensó en que, según Borges la culpa de un hombre es la culpa de todos los hombres: “Shakespeare es, de algun modo, el miserable John Vincent Moon”, se dijo, pero no le sonó bien se la repitió.
Y en lo que caminaba con su bolso de Shamán y su sobre blanco hecho trizas, la frase fue perdiendo sentido y Shakespeare fue transmutando poco a poco en Fa y una coma, es de algun modo, en un su Roberto y otra coma, miserable en que le quiere más que todavía y John Vincent Moon fue extendiéndose dubitativo hacia la inexorable fuga de letras intrincadas que esconde un “vuelveaencontrarle”.

II
Roberto era uno de esos músicos de cantina que ensayaba sus canciones en la ducha y cuándo agarraba al piano le salía una voz dulce y áspera que decía siempre “I love you so” aunque hablara del gobierno o de la lluvia o de Marx. Cuándo él y Fátima salían, no se dejaron solos ni un instante y se convencieron de que había un destino forjado que los obligaba a no soltarse. Asi anduvieron de la mano por las plazas, por los parques, por las avenidas, por la casa, por la cama, por el unoyelotro, sin soltarse, como dos imbecilitos engomados y felices. Si una cosa es cierta es que en todos los tres años y pico en que anduvieron de la mano como dos quinceañeros es que Roberto no compuso ni una sola canción. Así, decía que Fátima era un hoyo negro en su creatividad, una arpía, una viuda negra musical y otras cosas bonitas para echarle la culpa a ella de su falta de compromiso de cantautor. En cambio se dedicó a estudiar, cantar, recitar, reclamar, grabar y enmelcochar a Fátima, o Fá; como le llegó a decir después cuándo no puso más del estancamiento y alegó que ella era todas sus canciones. “Hoy estas irresistible, sos un Fá Siete”, y asi, un Fá menor para sus días tristes, un Fá Mayor para sus días radiantes y un Fá disminuido para cuándo no importaba un carajo.
Pero la gente, de sí, no resiste más que cierta medida ya establecida por los dioses, el gobierno, Cupido o los hombrecitos verdes que controlan al tan improvisado destino que se encajaban el uno al otro. Y un día, sin más, Roberto soltó la mano de Fá y ella, a falta de experiencia en ese campo, no la tomó de vuelta como tal vez hubiese querido. Después de eso las excusas vinieron como viene la lluvia. Tengo que cantar en Nosédonde y yo tengo que caminar hasta Noséquien, y en poco tiempo, Roberto estaba en Europa rogando por monedas en el metro del viejo mundo y escribiendole canciones demoledoras a una mujer sin nombre que no solo le había robado la vida, sino las notas y los versos y la camisa y todo lo que quiera usted imaginarse.
Y Fátima se quedó rumiando estrofas y canciones para poder silvar y repetir en sus caminatas hacia el mundo; olvidándose cada vez más de que existía, o existió un Robertísimo que sevía de muleta muchas veces. Inventándose grandes días que lograban serlo con suerte y esos cuentos.

III
Usted no sabe lo que ha sido de mi. Qué cosas se me ocurren, pero claro que usted no sabe si he sido un descuidado, un maleducado, un infáme bicho nauseabundo incapáz de dedicarle dos líneas de abrigo. Me merezco, para empezar todo su desprecio, toda su roña y su frialdad y la aceptara así nomás de no saber y encarnarme en esa certeza de que ha sido usted, si usted y nada mas que usted, la razon de todas mis desgracias.
De entrada, y para que, de paso, siga usted leyendo, le digo asi al desnudo que vengo con la más blanca de mis banderitas y mi traje blanco con sombrero blanco a hacer las paces. Además de que esta disculpadera protocolar me parece repugnante e innecesaria entre nosotros que, si bien es cierto hemos sido lo que fuimos y somos lo que somos, nunca nos vinimos a mal y pudimos siempre envolvernos en un halo encantador de no tapujos y de confianza.
Dicho esto, sepa que le escribo desde Londres, la ciudad más lluviosa, triste y hundida del mundo. Donde la gente lleva sombrillas como cabeza y niebla como zapatos es que me decido a informarle, amiga, de mi paradero. Disculpe (ya empiezo otra vez con las disculpas ineludibles), el misterio de esta carta que, sin duda debe resultarle de lo más dramática y zonza sin remitente, pero las circunstancias que me rodean me obligan a ser asi de evasivo. Ya verá usted por qué.
Despues de mi partida, caí, como ya sabe, en Canarias que era, según pensaba yo, un lugar amigo, de idioma amigo, de canciones amigas y de rosotros amigos. Qué equivocado, que joven era! Me vi obligado a la limosna. Para cualquier persona viviendo fuera de mi cuerpo debe resultar facil reconocer que las canciones protesta de un tipo con problemas con un gobierno centroamericano no darían en el gusto de los canarios, ni de los españoles, los portugueses, los franceses, los belgas, los italianos y ahora los ingleses, para ese caso.
En fin, que nunca logré hacerme de un cinco y las giras terminaron tan rápido como empezaron y, si bien mi calidad de músico es cuestionable y puedo vivir con eso, nunca fui lo suficientemente desprendido de mi como para aceptar que mi calidad humana lo fuera. Y créame, como me debe creer, que en ese estadío nómada por estos lugares caí en cuenta de mi desesperanza.
America era un lugar cada vez más lejano y mas oblicuo, inalcanzable, por ese exilio autoimpuesto que me agobiaba. No pretendo hacerle cargar con la culpa a usted. No. De sobra sabemos qué pasa en nuestros países y cómo me choca lo que me choca. Sin embargo, América era, llego a ser al menos, su lugar y el resto del mundo el mío. Y en lo que más naufragaba en los metros de Paris, pidiendo un par de francos para algo más que bogar, compuse las canciones más tristes que se pueden componer en el mundo. Si, así como lo oye. Tan tristes que obligaban a llorar y las pocas veces que tocaba en cualquier logar terminabamos, ellos y yo hechos un mar de lágrimas por una mujer que yo creía haber inventado.
América, mi mujer, usted, mi Fá Mayor, mi mujer perdida. Lo único que era cierto es que las dos eran inalcanzables. Y busque, como se busca siempre, refugio en otras cosas. Reuniones subversivas, golpes de estado, golpes en la puerta de noche, coches y llantas chillando y para qué llenarle la cabeza de esqueletos que no le corresponden. El asunto es que esas prácticas me tienen dónde estoy, agazapado, al acecho de salirme de mi. Escondido en una casona vieja de Londres donde alguna vez debió morir Mr. Hyde dejándome un cuarto oscuro sin señales del mundo. Llevo ya seis meses sin cruzar la puerta y para lo que me ha servido es para enclarecer la maraña de ideas y de fantasmas que me trajeron hasta acá.
Esa tarde fatal, mi Fá Menor, en la que nos soltamos de las manos, en plena Avenida Central, cuándo no nos importaba nada, ni mi calidad, ni mi condicion, ni su ansia ni nada, perdí el poquito sosiego que pude haber encontrado en la vida y lo pordí porque si. No más por inercia, por malevo. Porque todos tenemos un tope y me desesperaba no llegar al mío. Eso usted ya lo podrá saber, pero se me hace necesario decirselo, catársicamente, al menos.
Y me fui. No se le ocurra culparse nunca, me fui yo. Y como cobarde, me escondí de usted, como me escondo ahora, pensando que el cambio me pertenecía a mi y nada más que a mi.
Es aquí, en este cuartucho desauciado, que ha dejado de existir America y la distancia, y la ley y todo se ha convertido en una sola mujer inefable que es usted. USTED. Usted es mi más preciado fantasma, y no me permito rogarle al mundo ni un segundo más por sus miserias pudiendo estar tendido a sus pies, por resentidos que ellos puedan estar conmigo.
Esta carta la lleva un amigo que ha prometido echarla al correo sin remitente para evitar ser descubiertos. En tres semanas, sale un cargamento para America, justo a las aguas de su mar, mi Fa, y en ese cargamento ira un polizonte feliz, sin piano ni canciones tristes pero con la vaga esperanza de que mi nombre y todas sus erres resuenen en su cabeza como un buen recuerdo.
Fa, su Roberto, que le quiere más que todavía, vuelve a encontrarle.

IV
Fátima dudó. Sudó. Corrió. Rió. Lloró. Caminó de vuelta a casa e hizo los más arriesgados cálculos que puede hacer una colegiala de bromas rápidas y posiblemente tontas. En cualquier momento, Roberto se aparecería, como un gran día en su puerta, quiza flacuchento y barbudo por el viaje y con ganas de abrazarle fuerte, de tomarle de la mano, con la vehemencia del enamorado.
No sabía si quería de vuelta esas manos suaves de teclas blancas sobre sí. Tocándole, achacándole la culpa de su falta de canciones. Pero sí quería, como quiso, y otra vez quitó el pasador de la puerta esperando que entrara su Roberto, con un Fa Mayor Sostenido entre los labios a quitarle todo el polvo de los grandes días.
Y sudó. Sudó como loca. Y cuando se miró al espejo repudio ese sudor con todas sus fuerzas; ese sudor de poca vergüenza, ese sudor de años perdidos, ese sudor en las manos libres, ese sudor en los ojos, en las mejillas, en los senos, entre las piernas, en el vientre… Y cuando no pudo sudar más aceptó tan tranquilamente como pudo que su Roberto, el cantantico de cantina velvería a ella y todo sería un mundo asiduo otra vez bajo sus sabanas y un “I love you so” constante. Y esperó.
Esperó semanas enteras. Esperó cuando los volcanes de su tierra se dieron a respetar. Esperó cuando su bolso de Shamán cayó vencido por las cucarachas del armario. Esperó cuando a su casa no volvio nadie a verla esperar. Fátima espero incluso el día en que en la tele anunciaban con la mayor rimbombancia que había sorprendido in fraganti a cinco pasajeros etiquetados de terroristas, polizontes en un barco con un cargamento de lana que venía del Reino Unido hasta America. La única América que Fátima, la menor, conocía y obligaba a esperar y esperar.

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