LA CASA

Camino despacio por los pasillos de la casa que nos va tragando poco a poco en sus desteñidas paredes beige. Detrás de mi estan los pasos de mi guía que me cuenta algo de la historia del lugar. No puedo oirle. El techo de una casa vieja debería ser alto y forrado de tejas coloniales pero, en cambio, este techo podría rozarme la cabeza si me decidiera a dar un salto pequeño y esta hecho de las más sólida placa de cemento que esconde, estoy seguro, un segundo piso. La iluminación no es escasa, pero la aconglomeración de las paredes y lo gastado de su pintura le da un aspecto más bien tétrico al corredor que parece ser interminable. Alto. Este es mi cuarto y más allá está el de mi guía. En el fondo, está la puerta trasera que da a un atrio descuidado. En lo que mi guía se pierde en su habitación su voz ininteligible se esconde también entre las paredes de la casa a la que le crece un laberinto por los corredores más beige en lo que más lo miro. Una vez dentro de mi cuarto me siento sobre la cama. Las escasas paredes descascaradas rodean lo que parece ser un mostrador que da directamente a nada; un mostrador de metal oscuro, como lo es el piso que acabo de notar y cuyo color exacto no logro distinguir. No hay nada mejor instalado en este minúsculo lugar que el silencio. Los muelles de la cama al recibir mi peso suenan con una fuerza demoledora y mi respiración me sorprende en la nuca. Hay un aire pesado en el lugar y me parecería estar viendo días pasados en estas mismas paredes mejor pintadas y mejor vestidas que algo guardan, algo guardan, pero que desconozco. Entre la agitación del viaje y la zozobra de la llegada me pierdo en mis pensamientos y no consigo dormir, asi que salgo tratando de amortajar lo mejor que puedo el chirrido de la puerta al abrirse.
Camino y paso la puerta del cuarto de mi guía. No quisiera ser visto deambulando por los corredores de esta casa ajena sin previo permiso, aunque el permiso esté, en realidad, tácitamente dado. Al llegar al atrio donde la hierba crece ya en forma desmedida noto el techo de la casa que parece cobrar su altura normal, o presupuesta desde afuera, pero al volver a internarme en las galerías fúnebres de su interior lo cargado de la iluminacion más y más escasa a porte de vela y el cielo raso raspándome la cabeza se acentúan en mi claustrofobia. No hay otro sonido que el de mis pasos y quizá el aire doblándose por las esquinas de los pasillos, y cuándo me doy cuenta de lo solo que estoy conmigo mismo me quedo inmovil. Más alla está la pared que parece dar a dos habitaciones más, quizá sean la cocina y un comedor pero he descubierto que le temo terriblemente al sonido de mis zapatos contra la madera oscura del piso y no quiero dar otro paso. Vuelvo la vista hacia el atrio que se ve muy brillante desde aca a la luz de la luna. Mido la distancia hasta mi habitación: he caminado un buen tramo y me reprocho mucho mi falta de valor en la oscuridad, asi que avanzo con poca gana hacia los cuartos.
A mi izquierda, como pensé, queda la cocina que me causa repulsión por el solo olor a lavadero oxidado por el deshuso; decido no entrar. A mi derecha, sin embargo, hay una biblioteca que parece contener lo volúmenes más pesados y las ediciones más polvorientas del siglo diecinueve y medio atraido por el olor de las paginas pegadas me meto en la penumbra de este salón. Los libros todos tienen cubiertas oscuras y lo que dice cualquiera de sus páginas es un secreto: los renglones han sido tachados uno a uno con una laboriosidad espeluznante. Incluso los títulos en las cubiertas son imposibles de leer. Al fondo, en la pared, esta la primera ventana de la casa que da al mar que da a las rocas del despeñadero sobre el que estamos. Un solo bote roto y amarrado se da golpes continuamente contra las rocas y el resto son dos cañones coloniales en una terraza que está muy allá abajo. Continúo buscando en la biblioteca alguna salida, otra puerta que corone de sentido este lugar pero solo doy con paredes que, a la luz deben ser igual de grises que las demás. No hay electricidad en esta parte de la casa y todo lo que tengo es una vela que se apagará pronto.
Camino entonces hacia la cocina a pesar del olor a oxido que muy bien podría confundirse con olor a sangre. Voy en busca de una puerta más que me lleve tal vez al pie de los cañones para dispararle al alba. Con esta imagen en la mente me divierto y me ayudo para entrar y revisar una alacena entrabierta con latas vencidas y muchas cucarachas. No hay nada aquí, no hay puertas solo otra ventana, la segunda y aparentemente, la última que da otra vez a la terraza pero que deja ver mejor la plazoleta de al lado: un poste con cadenas, al fondo las antiguas barracas de los esclavos hoy claramente inabitables por el paso del tiempo y del clima, y más alla un sendero improvisado por el que debieron haber corrido los cimarrones en su tiempo. Advierto desde aquí, que estoy en un segundo piso. Veo vagamente desde la ventana los escalones de otra puerta trasera y objetos de la tauromaquia allá abajo pero no sé como llegar hasta ahí de otra manera que no sea saltando para romperme la cabeza.
Me voy, entonces, de vuelta a mi habitación y al llegar al atrio me doy cuenta de que es de día ya: he pasado la noche en vela naufrago de los corredores de esta casa absurda. Más adelante el silencio todavía se impone en las habitaciones. Me parece que mi guía no está y entro sin tocar a su cuarto para encontrar una cama pulcramente tendida y otro mostrador oscuro, pero sin nadie. Salgo despacio de la habitacion en busca de la puerta principal y advierto sin demasiada sorpresa que esta sellada. Clausurada de noche y parece haber estado asi desde hace un buen tiempo pues ni siquiera se advierte la mezcla del cemento. Me aterroriza pensar que todo esto ya me lo esperaba y saber mi destino con esa mezcla de resignación y cinismo. Reviso mi cuarto y mis cosas siguen donde estaban: no falta nada. Asi, lentamente vuelvo sobre mis pasos, callado hasta la biblioteca a mirar por la ventana entendiendo muy bien que no saldría nunca de esta casa, que siempre estaría atrapado entre la casa verdaderamente colonial llena de esclavos malheridos y enojados de abajo y el piso desconocido de arriba, claramente comprobables, pero, en definitiva, imposibles de alcanzar; rondando por el tedio de los pasillos de una casa silenciosa y sola con libros que no puedo entender y el oido atento a cualquier vericueto del aire. Me siento en un sillón que aun me permite ver el cielo mañanero del Caribe y voy cerrando poco a poco los ojos; sé adonde estoy y eso va bastando poco a poco para ponerme a dormir y esa razón es como un velo que se extiende suave sobre mi y sobre la casa. Y duermo.

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