el cachorro

El cachorro se asomaba por las ventanas de la casa como buscando el momento propicio para saltar y morder gargantas. Eso nunca pasó. Había amanecido muchas veces, se había incorporado, caminado, enloquecido, saltado al abismo y seguia aun siendo un cachorro solo. Se había cansado de jugar en la hierba con los demás animales de carroña y ahora se paseaba moviendo la cola alrededor de la casa asomando los colmillos por entre las celosías y los balaustres, jadeando, mirando hacia adentro como si entendiera lo que pasaba.
Nosotros, que le veíamos asomar esa mueca de asombro y resentimiento, tratábamos de no acercarnos a las paredes para evitar el roce de nuestro calor con el de sus bufos. En efecto, la casa se mantenía fría, nos acurrucamos en el centro de la sala haciéndonos cuentos de la infancia, interrumpidos solo por el azotar de la cola del cachorro contra la puerta trasera, su aliento contra la pared alta de la chimenea, o la vision terrible de sus encias en lo alto de la ventana. La noche era hermosa.
Cerca de la madrugada, a mis primas les dio por llorar. Lloraban tan desconsoladoramente que el cachorro que estaba a medio dormitar afuera se desperto y entre el desamparo de los gritos de mis primas, y el frio que, torrencialmente, no le escampaba, se agito y arremetió contra el ventanal de la sala. El incidente no hubiera pasado a mayores si mi tio, en un arranque de valentía, no hubiera salido agitando un puño cerrado y gritándole en su propio idioma improvisado por la adrenalina. El cachorro, al ver el puño descubierto y fuera de la ventana quiso jugar con una de sus venas y por ahi se coló, extrayéndolo inmediatamente por el huequito entre los vitrales.
Esto apenas tomó un par de segundos, pero dos cosas resultaron que no pueden ser menos que ciertas: el cachorro se aburrio de jugar con nosotros y se fue llevándose un cuerpo inerte y un puño asomándosele por entre los dientes y mis primas dejaron de llorar al instante.